Rafael Nadal ya muerde por undécima vez el trofeo de Roland Garros, esta vez entregado por la leyenda australiana Ken Rosewall. Otra leyenda ‘aussie’ Margaret Court, había sido la única en coleccionar por 11 veces un mismo grande. Fue el suyo, el Abierto australiano, entre 1960 y 1973.
Pasados 45 años, el español lo volvió a hacer tras derrotar en la final de los Internacionales de Francia a un correoso Dominic Thiem por 6-4, 6-3 y 6-2, en 2 horas y 42 minutos. A la quinta bola fue la vencida. El más joven de los dos siempre pareció el español y eso que tiene siete años más.
Rafa ya sólo mira para arriba en ‘Grand Slam’ y por delante de él, entre los hombres, sólo encuentra a Roger Federer con 20. El tiempo dirá si le coge pero los cinco años de diferencia entre ambos son una buen medidor de lo que puede llegar a pasar.
Nadal empezó como casi siempre, sacando. Lo hizo manteniendo su servicio en blanco y rompiendo después a Thiem. De los primeros ocho puntos había decantado uno el austriaco a su favor. Dominic tenía dos opciones: rendirse desde el minuto uno o empezar a jugar.
El pupilo de Galo Blanco sabía que sus opciones pasaban por ser agresivo pero hasta cierto punto. No se puede ganar a Rafa en tierra sin largos intercambios. A los 20 minutos sólo se habían disputado cuatro juegos pero Thiem ya había firmado las tablas.
Toni Nadal estaba sentado en su siito de siempre aunque esta vez como tío del campeón y no como entrenador. Comentaba la jugada con Carlos Costa, agente del tenista. El cielo amenazaba lluvia pero, de momento, daba tregua. El número 1 mundial paró la sangría anotándose el quinto juego y devolviendo la tranquilidad a su muñeca.
El aspirante a rey jugaba con los ángulos, algo que sabía de antemano le iba a dar buen resultado porque su rival se posicionaba muy lejos de la línea de fondo.
Lo que pasó entonces es que Dominic vio mala una pelota que botó en la línea y que le daba el empate tres. La grada le silbó por ello. Rafa tuvo entonces tres opciones de una segunda rotura, neutralizadas todas por el finalista que se agarraba al duelo con una maestría inusitada en un novato.